01 Ene Nuestro Pastor: ‘Jubileo 2025: Peregrinos de la Esperanza’
Cada año nuevo que comienza es un año del Señor y para el Señor. Realmente, cada instante de nuestra vida le pertenece y es un don suyo. “Si vivimos, vivimos para el Señor” (Rom 14,8) enseña san Pablo. “En Él vivimos, nos movemos y existimos” (Hch 17,28). Un gran teólogo del siglo pasado hablaba de la importancia de tener tiempo para Dios, que no se reduce a dedicarle pequeños espacios a lo largo del día, sino que se trata de estar en todo momento abiertos a su voluntad, de vivir cada instante desde Dios, para Dios y para los hombres, nuestros hermanos. Lo demás, decía, es tiempo perdido. No amar es perder el tiempo. Dios, en su Hijo, por el contrario, siempre tiene tiempo, todo el tiempo, para nosotros. No lo pierde. Nada podrá separarnos de su amor (cf. Rom 8,38s).
A la vez, necesitamos momentos, verdaderos tiempos de gracia, un poco distintos, que sean significativos, que nos despierten de la rutina y nos provoquen. Si hacemos memoria agradecida de nuestra propia historia, no nos será difícil reconocer instantes, encuentros, acontecimientos… que han sido para todos nosotros especialmente importantes y decisivos, que nos han ido entretejiendo. Y los conmemoramos, los celebramos y musitamos un tierno «gracias» al Señor por todos ellos en lo más profundo del corazón. Por eso, la Iglesia, maestra de humanidad, cada cierto tiempo nos ofrece la oportunidad de vivir momentos fuertes de encuentro con el Señor, para reanimar nuestra fe, esperanza y caridad, para reconciliarnos con Dios, abrazarnos a su misericordia y reavivar nuestra amistad con Él. Entre ellos destacan los Jubileos ordinarios, como el que hoy abrimos, y que celebramos cada veinticinco años, cada vez que la conmemoración de la encarnación del Señor cae en una cifra redonda.
El Papa ha querido convocar este Jubileo bajo el signo de la esperanza, preocupado, sin duda, por esa «pérdida de esperanza» que amenaza a nuestra sociedad, al hombre y a la mujer de hoy, quizá también a nosotros. Nuestro mundo sigue sacudido por acontecimientos que, día sí y otro también, lo convulsionan; también nuestras vidas e historias personales se ven a menudo sacudidas, pues son muchos los golpes de la vida. Ante ello, podemos desviar la mirada, intentar no pensar, porque las cosas son así y no podemos hacer nada, caer en el desaliento, u olvidarnos de todo e intentar disfrutar lo más posible. Pero también podemos reconocer en la realidad la presencia y el clamor de un Dios bueno que quiere amar y sanar el mundo a través nuestro. Dios cree y espera en nosotros.
Sin esperanza, el hombre no puede vivir. Cuando ésta falta, se apaga la vida, la persona se encoge, las cosas carecen de sentido, el mal se hace más duro y penoso. Es el ancla y la vela del barco de nuestra vida en medio de la tormenta. “El hombre no solo tiene esperanza, sino que vive en la medida en que está abierto a la esperanza y es movido por ella” (H. Mottu).
Debemos preguntarnos con sinceridad en qué o en quién esperamos, dónde apoyamos nuestra vida. 2025 años después de la encarnación del Señor, proclamamos que Dios es el fundamento y la raíz de nuestra esperanza; pero, tal como recordaba el papa Benedicto XVI, “no cualquier dios, sino el Dios que tiene un rostro humano y que nos ha amado hasta el extremo” (Spe Salvi 31). Cristo Jesús, Dios con nosotros y Hermano nuestro, es la fuente y la raíz de la esperanza que no defrauda ni engaña. Él es nuestra esperanza.
Nosotros somos testigos de ello. El Papa, a la vez que reclama a la sociedad y a la comunidad internacional signos concretos y visibles que inviten a esperar, nos pide a los cristianos que seamos signos e instrumentos reales y visibles de esperanza para los que más sufren: los presos, los enfermos, los jóvenes, los ancianos, los migrantes, refugiados y exiliados, los millares de pobres que carecen de lo necesario para vivir. Los tenemos muy cerca. Pueden ser nuestros vecinos. De ahí, la importancia que ha querido dar en el presente Jubileo a las obras de misericordia, como camino también de conversión, penitencia e indulgencia. Especialmente significativa me parece la jornada del 15 de septiembre, en el que la Iglesia celebrará el Jubileo del Consuelo, un día para enjugar las lágrimas de tantos hermanos y hermanas nuestros. No olvidemos que Dios mismo ha descendido para sanar nuestras heridas, también las del pecado (y he ahí el sentido de las indulgencias) y enjugar nuestras lágrimas. Y un día, en ello confiamos, ya no habrá muerte, llanto ni dolor, porque todo lo viejo se habrá desvanecido (cf. Ap 21,4). Más allá del umbral de nuestra vida nos espera el Señor.
Queridos hermanos. Nuestro mundo herido, todos nosotros, estamos necesitados de esperanza, esa que, don del Espíritu, nace y se funda en el amor que brota del Corazón de Jesús traspasado en la cruz. Deseo de verdad, y así se lo pido a Dios, nuestro Padre, que este Jubileo suponga, para todos, una oportunidad propicia para el encuentro vivo y personal con el Señor. No dejemos que pase de puntillas por nuestra vida, ni por la de nuestras comunidades y parroquias.
Ruego a Dios, por intercesión de la Santísima Virgen María, Madre de Dios y Madre de la Iglesia, y de nuestros santos hermanos patronos, san Fulgencio y santa Florentina, que el Año Jubilar sea un verdadero año de gracia para toda nuestra Diócesis de Plasencia, comunidades, familias, hogares… y nos ayude, apoyados en Quien es nuestra esperanza, a renacer en la fe y continuar caminando juntos por las sendas de la comunión, la participación y la misión.
+Ernesto
Obispo de Plasencia
Sección Nuestro Pastor de la revista diocesana Iglesia en Plasencia, número 618 de 29 de diciembre de 2024.