Nuestro Administrador Apostólico desea «Buenas y fructuosas vacaciones»

Nuestro Administrador Apostólico desea «Buenas y fructuosas vacaciones»

                                                                                                (Cathopic)

Para muchas personas llega la época de las vacaciones. Las vacaciones deberían de ser un derecho que disfrutaran todos, también los pobres. ¡Cuántos columnistas han escrito páginas brillantes y sabrosas sobre este tema!

Hoy la vida ha adquirido tal ritmo que hay que saber pararse. Muchos recordaréis aquella vieja y admirable película, protagonizada por Charlot, titulada Tiempos modernos. Qué escena aquella en que el protagonista, enfrascado en la cadena de montaje, se convierte en un pobre autómata. Con tantas prisas, podemos perder la capacidad crítica que permite ejercer un dominio sobre el fluir
tantas veces caótico y desordenado de nuestra vida diaria. Las personas podemos convertirnos, casi sin darnos cuenta, en engranajes de una maquinaria que no se para nunca. Con tantas prisas,
colgados de los teléfonos móviles, atrapados por las imágenes y las emociones que ruedan vertiginosas consumiéndose rápidamente, sin tiempo para interiorizarlas en la mente o en el corazón, necesitamos dar reposo al cuerpo y al espíritu. La alternancia entre trabajo y descanso se encuentra inscrita en nuestro mismo organismo, que necesita alternar el sueño y la vigilia, el trabajo y la fiesta. ¡Cuánto beneficio reciben cuerpo y espíritu de estos respiros!

Recuerdo que, hace años, me contaba un abuelo que, para algunos de sus hijos, con regímenes de horarios cambiados, las vacaciones eran casi la única oportunidad de hablar con calma con su
esposa, de jugar con los hijos. Las vacaciones son una excelente oportunidad para leer un buen libro, para contemplar en silencio la naturaleza, para mirarnos a los ojos y escucharnos con calma, para hablar con Dios. Hacer de las vacaciones un tiempo más frenético que el que ya se lleva durante el año es arruinar nuestro tiempo. Cómo me impresionaron las palabras que un autor
moderno pone en boca del Papa Luna: “Toda mi vida fue una agitación. Luché tanto en tu nombre que apenas pude conversar contigo. Hablé tanto de ti, como vicario tuyo, que no me quedó tiempo para reposar en silencio a tu lado. Entre nosotros no ha habido tiempo para el amor: teníamos demasiadas cosas que hacer, demasiados entuertos que enderezar, demasiadas tareas que cumplir. No el amor, el deber me ha conducido a ti. Y ahora, a deshora, caigo en la cuenta de que perdí la vida”. Es una reflexión que podemos aplicarnos los sacerdotes y los religiosos, el esposo o la esposa respecto al otro cónyuge, los padres con los hijos, los amigos para con los amigos, los cristianos en relación con nuestro Dios. La atención a lo importante no puede hacernos olvidar lo fundamental.

Jesús, en el Evangelio, jamás da la impresión de estar agitado por la prisa. ¡Y mira que lo que se traía entre manos era urgente! A veces hasta invita a sus discípulos a un fecundo perder el tiempo:
«Venid también vosotros aparte, a un lugar solitario, para descansar un poco». Recomienda a menudo no afanarse.

Al mandamiento “santificar el trabajo”, habría que añadir el de “santificar las vacaciones”. «Deteneos –¡Tomaos vacaciones!–, sabed que yo soy Dios», dice el salmo 46. Saber perder el tiempo puede ser el mejor modo de encontrarlo, pues el tiempo realmente perdido es el que gastamos enajenados de nosotros mismos, sin caer en la cuenta de quién soy, qué busco, adónde voy, sin percatarnos de que existimos en la presencia de Dios. El descanso debería servirnos, por decirlo con el título de la famosa novela de M. Proust, para ir “a la búsqueda del tiempo perdido”.

Hablaba antes de que Jesús sabía buscar ratos de descanso para vivir más intensamente la amistad con sus discípulos. Pero hay que decir que las vacaciones de Jesús con los apóstoles fueron de breve duración, porque, a veces, la gente, viéndole partir en la barca, le precedía a pie al lugar del desembarco. Entonces no se irritaba, le daba pena ver cómo la gente “andaba como ovejas sin
pasto”. Y, entonces, “se ponía a enseñarles con calma”. Ello nos muestra que la atención a las personas, sobre todo si se trata de necesidades urgentes del prójimo, ni en vacaciones se han de abandonar.

Me dicen que nuestra hoja diocesana –Iglesia en Plasencia– también se toma vacaciones. Ha querido ser carta de familia, vínculo de unión entre los diocesanos, con sabor a pan de casa, familiar y caliente. Gracias a los que la hacéis posible.

Hasta el próximo curso ¡Buenas y fructuosas vacaciones!

+Ciriaco Benavente
Obispo A. A. de Plasencia