
11 Jun Carta de Monseñor Brotóns en Iglesia en Plasencia: ‘Creo en Dios Padre’
A continuación ofrecemos la Carta redactada por nuestro Obispo, Monseñor don Ernesto Brotóns, en el último número, el 629, de la revista diocesana Iglesia en Plasencia. En ella, nos introduce en el sentido del Credo Niceno con motivo de los 1700 años del Concilio de Nicea.
Creo en Dios Padre
Al hilo de la pasada reflexión sobre el concilio de Nicea, y en el marco del año jubilar que estamos celebrando, quisiera detenerme en estos últimos números del curso en el símbolo de la fe que Nicea nos regaló y que rezamos cada domingo. El Jubileo y la memoria de Nicea son una buena «excusa» para renovar juntos el entusiasmo de creer en Jesucristo, Hijo de Dios, nuestro Señor y Hermano; y, así, reencontrarnos con Él, reavivar el gozo de seguirle, reforzar nuestra pertenencia a la Iglesia, y testimoniar con nuestra vida la fuerza transformadora de la fe, que nos hace signo e instrumento de esperanza en medio de un mundo herido.
El símbolo comienza diciendo «creo», «creemos». Y en estas palabras nos va la vida. La fe, don de Dios, respuesta siempre a un amor primero, va mucho más allá de la adhesión intelectual a unas verdades, a una idea o a un proyecto; es adhesión vital y existencial a una Persona, que nos transforma y orienta nuestra existencia entera, cabeza, corazón y manos, revelándonos nuestra verdad y destino de hijos de Dios y hermanos. Con Cristo y de su mano, la vida es más humana, más plena. Movidos por su amor, todo cambia.
Decimos «creo», «creemos», como un acto personal que brota de lo más profundo del corazón, pero que no es el resultado de un silogismo, deducido en soledad, sino el fruto de un diálogo de amor con el Señor y con la comunidad creyente. Creemos porque alguien nos habló de Él, arropados por una comunidad que nos regala el don más preciado: Jesucristo. Creer no es cosa de solitarios. Nuestra fe solo es personal si es también comunitaria, vivida y celebrada en el «nosotros» de la Iglesia. Es en la comunidad eclesial donde la fe crece y madura.
Con la Iglesia entera proclamamos que “creemos en un solo Dios, Padre Todopoderoso”. El punto de partida del credo es la afirmación de fe en la unidad y unicidad de Dios. Solo Dios es Señor. No caben otros señores. De hecho, lo sabemos bien, cuando cualquier otra realidad, díganse las riquezas, el poder, nuestros proyectos, egos o apegos, usurpan el lugar de Dios, esta siempre divide, oprime, hiere, te devora…
A la sazón, si nos fijamos, el credo no presenta de entrada un dios sin «rostro», impersonal, abstracto. Nos habla del Padre, amor fontal. En el origen de todo, no se halla una energía ciega, inmóvil… ese motor frío, del que muchos filósofos han hablado, que desencadenaría el mundo para luego desentenderse de él. En el principio de todo no está el azar, ni la casualidad, sino la causalidad del amor, de un Amor con mayúscula, personal, vivo, que nos sostiene y alienta: el Padre, el Padre de Nuestro Señor Jesucristo, amor sin límites. Somos porque hemos sido amados, gratuita e incondicionalmente. La vida, la creación entera, es fruto gratuito de su amor y lleva impresa en sí la huella de su Creador. Por eso, podemos alabarle y reconocerle en la naturaleza, en esa casa común preciosa que el Señor nos ha dado y dejado bajo nuestra responsabilidad, y en cada rostro humano, imagen y semejanza de Dios. Todos, sin exclusión alguna, somos porque hemos sido y somos infinitamente amados por Dios. Esta es nuestra verdad, en la que se enraíza nuestro más íntimo e inalienable valor y dignidad.
Cristo Jesús nos ha revelado que Dios es Padre, su Padre desde toda la eternidad, con un corazón grande y misericordioso que no le cabe en el pecho, capaz de entregarse y darse por completo sin reservas ni envidias.
Aunque para muchos la imagen de la paternidad esté en crisis, es bueno saber que no estamos huérfanos, que no afrontamos solos la vida, que Dios es un Padre bueno que nos ama y ayuda a vivir como hijos y hermanos; nos regala su bondad, perdona, sostiene, abraza, también interpela. Hoy hay mucha gente sola, que no ha experimentado este regalo. Por eso, Cristo quiere hacernos partícipes de esa misma familiaridad que Él vive con el Padre desde siempre. “Vosotros decid: «Padre nuestro»”.
Paternidad implica fraternidad. En la paternidad de Dios hunde sus raíces esa fraternidad humana tan urgente y necesaria, que dice justicia, igualdad, solidaridad, reconciliación, paz. ¡Qué preciso es abrir en nuestra sociedad tan convulsa caminos de rencuentro, que cicatricen heridas y den un rumbo más humano a nuestro mundo! No es, por eso, de extrañar que, desde que comenzó su ministerio nuestro papa León, no haya habido intervención pública en que no haya llamado a la paz y al fin de toda violencia. Hagamos nuestro ese llamamiento del Papa a unirnos en la oración por la paz en Ucrania, en Gaza y en todos los lugares donde se sufre por la guerra, y a reclamar y apoyar, en la medida de nuestras posibilidades, iniciativas de diálogo y paz. No podemos ignorar los llantos de tantas madres que abrazan los cuerpos sin vida de sus hijos, obligados a desplazarse continuamente en busca de un poco de comida que no llega y de un refugio seguro contra los bombardeos que ya no existe. “Renuevo mi llamamiento a los responsables: ¡que cese el fuego, que sean liberados todos los rehenes, que se respete íntegramente el derecho humanitario!”.
No olvido, finalmente, que, en este domingo de Pentecostés, fiesta de la venida del Espíritu, la Iglesia celebra el Día de la Acción Católica y del Apostolado Seglar, bajo el lema «testigos de esperanza en el mundo». Damos gracias a Dios por tantos seglares que, en nuestra diócesis, de forma personal o asociados, son signo e instrumento de esperanza con su compromiso cristiano y eclesial en la sociedad, en los ambientes, y en nuestras comunidades cristianas. Apoyémoslos y acompañémoslos. Y abrámonos todos a la llamada del Señor a la misión. No lo olvidemos: todos somos necesarios. Todos somos discípulos misioneros.
Con mi afecto y bendición