Iglesia en Plasencia, Carta de Monseñor Brotóns, Nicea: 1700 años

Iglesia en Plasencia, Carta de Monseñor Brotóns, Nicea: 1700 años

A continuación les ofrecemos para su lectura la Carta de nuestro Obispo, Monseñor Brotóns, en la revista diocesana Iglesia en Plasencia (número 628). En ella, nos traslada a la celebración del Concilio de Nicea, el primer concilio ecuménico de la Iglesia y de gran trascendencia para la cristiandad, y que se celebró hace 1700 años.

Nicea: 1700 años

Queridos hermanos y hermanas

Como ya me habéis escuchado en más de una ocasión, no se conmemora cualquier hecho, sino aquellos que nos han ido entretejiendo y que dan razón, en gran medida, de lo que somos y creemos.

El 20 de mayo del 325 comenzaba en Nicea el que sería el primer concilio ecuménico de la Iglesia. Marcó un hito en su historia. Por vez primera, la Iglesia se veía obligada a comprometer su autoridad en salvaguardar la confesión de fe en la divinidad de Cristo, frente a aquellos que defendían que Dios, el Inaccesible, el Único, no podía mancharse con nuestro barro. Por eso, “la conmemoración de esta fecha nos invita a los cristianos a unirnos en la alabanza y el agradecimiento a la Santísima Trinidad y en particular a Jesucristo, el Hijo de Dios, «de la misma naturaleza del Padre», que nos ha revelado semejante misterio de amor” (Francisco).

Todo empezó con una persona, un acontecimiento, un impacto: Jesús de Nazaret, aquel que, ungido por el Espíritu Santo, “pasó haciendo el bien y curando a los oprimidos por el mal, porque Dios estaba con Él” (Hch 10,38).

Su muerte en cruz por amor y su resurrección iluminaron, de forma desconcertante, el misterio que se escondía tras su persona. Sólo Dios mismo podía ser tan humano. En sus gestos, en sus palabras, en su entrega… se ha manifestado la ternura, la bondad y la salvación de Dios (cf. Tit 3,4). “Y la Palabra se hizo carne, y habitó entre nosotros” (Jn 1,14). “Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna” (Jn 3,16).

No fueron pocos los que se escandalizaron ante tal conclusión. Si Dios es uno, decían los judíos, ¿cómo podemos hablar del Hijo de Dios? “Los dioses no se mezclan con los hombres” había enseñado Platón. Algo de estas dificultades pervive cuando creemos que Dios no tiene nada que ver con nosotros, que es incapaz de intervenir en la historia, o cuando defendemos espiritualidades totalmente desencarnadas y alejadas de la vida. Escándalo para los judíos, necedad para los gentiles, dirá Pablo, nosotros predicamos a Cristo y Cristo crucificado (cf. 1 Cor 1,23).

En el siglo IV, en medio de la etapa nueva que el emperador Constantino había abierto para la Iglesia, Arrio, presbítero de Alejandría, encarnaba estas dificultades. Dios es único y trascendente. Sólo Él es eterno y sin principio. Cristo puede ser llamado dios, sí, pero un dios creado, a través del cual Dios hizo todas las cosas. Fue la primera y más excelsa de las criaturas, decía, pero criatura, al fin y al cabo. No era consciente de que, de esta manera, hacía de Dios un ser lejano, solitario, inaccesible. No era consciente de que, si Jesús no es verdaderamente el Hijo de Dios, difícilmente podemos decir que estamos salvados. Estamos a merced de nuestras solas fuerzas, sin destino, ni futuro.

Muchos, ciertamente, le siguieron. Pero otros muchos cristianos, empezando por su obispo Alejandro, conscientes de lo que estaba en juego, cuestionaron con firmeza a Arrio y a sus seguidores. Preocupado por las consecuencias de la controversia, el emperador Constantino buscó zanjar la cuestión, convocando en Nicea el primer concilio «de toda la tierra habitada», al que él mismo acudiría. Fue hace 1700 años.

El concilio apenas duraría un par de meses. Asistieron alrededor de 300 Padres, llegados sobre todo de Oriente. Al lado del emperador, destacará la presencia del obispo español, Osio de Córdoba.

Tras los debates, los Padres condenaron las tesis de Arrio y promulgaron un credo, incluyendo determinadas glosas directamente antiarrianas. No es criatura; “es Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado, no creado, de la misma naturaleza («homoousios») del Padre”. Se salvaguardaba así la perfecta divinidad de Cristo y la verdad de la salvación, pues solo Dios puede salvar al hombre. Se salvaguardaba la verdad de Dios, su misterio trinitario. No es soledad, sino comunión, amor, entrega. Se salvaguardaba, finalmente, nuestra verdad, identidad y destino. No somos islas, no nos define la autosuficiencia, ni el enfrentamiento, sino la comunión, la fraternidad. No en vano, nos parecemos a Dios. Por nosotros los hombres, y por nuestra salvación, el Hijo de Dios se encarnó, padeció, resucitó. Este credo ha llegado hasta nosotros como un verdadero tesoro. Lo proclamamos cada domingo, uniéndonos a la Iglesia universal de todos los tiempos.

Nicea marcó la sinodalidad como seña de la Iglesia para caminar, discernir y afrontar juntos los retos que supone evangelizar en cada momento de la historia. Nos habló de Dios y de Jesús con un lenguaje nuevo, precisamente para mantener su verdad. Su legado nos enseña que jamás nuestros conceptos e imágenes podrán agotar su misterio. Dios siempre es mayor y su inagotable riqueza nos obliga, de la mano del Espíritu, a presentar la Buena Nueva en cada hora y lugar con fuerza e impulso renovado.
Queridos hermanos. El legado de Nicea nos invita a alabar juntos al Señor, fortalecer nuestra comunión con la Iglesia entera y hacer de nuestra vida una verdadera doxología: una ofrenda al Padre, unidos a Cristo, en el Espíritu. Es una hermosa providencia que este evento coincida con los primeros pasos como sucesor de Pedro de nuestro papa León XIV. Expresamos de nuevo nuestra comunión y compromiso con él. Recojamos la llamada que nos ha hecho a ser una Iglesia unida, signo de unidad y comunión, fermento para un mundo reconciliado.

Agradezco a la Delegación de Patrimonio de nuestra Diócesis, y a tantas Instituciones colaboradoras, la organización de la exposición sobre el Concilio de Nicea, que puede visitarse hasta el 10 de julio en la iglesia de san Martín de Plasencia. Os invito a verla. Es una verdadera catequesis, que, a través de la belleza de las piezas recogidas, nos remite a lo verdaderamente esencial para todos nosotros, lo más bello y al mismo tiempo lo más necesario: nuestra fe en Cristo Jesús.

Con mi afecto y bendición