
17 Abr Homilía de la Misa Crismal de nuestro Obispo, Monseñor don Ernesto J. Brotóns
Este Miércoles Santo la Iglesia de Plasencia vivía en la SI Catedral la Misa Crismal, presidida por nuestro Obispo, Monseñor don Ernesto Brotóns, que estuvo acompañado por más de 70 sacerdotes que renovaron sus promesas como presbíteros. En ella, además de consagrar el Santo Crisma y bendecir los Santos Óleos, se vivió una jornada de fraternidad y comunión, de ‘renovar’ y de ‘renacer’ que nuestro prelado desarrolló en su homilía, que reproducimos a continuación.
Queridos hermanos y hermanas
Os saludo a todos con afecto, especialmente a vosotros, queridos sacerdotes, en esta mañana sacerdotal, en la que vamos a renovar las promesas que hicimos el día de nuestra ordenación. Me centro en este hecho: renovar… volver a hacer nueva esa respuesta que un día dimos, recuperar el amor primero, revitalizar, transformar, vivir en un proceso permanente de conversión…
Hace unos poquitos días, leí un breve escrito del vicario general de Salamanca, donde decía que, en la misa crismal, renovábamos la unción y no la función. Y es verdad, porque no somos funcionarios que renuevan contrato. Realizamos, sí, muchas funciones y tareas, y éstas, aun siendo importantes, pueden ir variando, mas una es la misión y la unción recibida que nos configura decisivamente con Cristo, el Ungido de Dios para anunciar la Buena Noticia a los pobres, vendar los corazones desgarrados, liberar a los oprimidos y anunciar el año de gracia del Señor; Cristo Siervo, Sacerdote, Pastor y también, no lo olvidemos, víctima, ofrecida en sacrificio por todos nosotros. Parafraseando a Orígenes, ser sacerdote es hacer de la vida un holocausto. No hay configuración con Cristo que no pase por la cruz, por hacer de la vida ofrenda, Eucaristía, proexistencia. Y esto por amor, solo por amor.
Renovamos hoy nuestra unción y lo hacemos en fraternidad, como presbiterio y como Iglesia diocesana, junto a nuestros hermanos sacerdotes y también junto al Pueblo de Dios, ungido asimismo por el mismo y único Espíritu en el bautismo, y del cual hemos sido tomados, para ponernos, precisamente, a su servicio. Renovar nuestras promesas sacerdotales no es la renovación de un compromiso individual; es un acontecimiento de comunión y de comunión eclesial, máxime cuando el propio ejercicio del ministerio dice colegialidad, fraternidad, presbiteral (con el obispo y nuestros hermanos sacerdotes) y apostólica (con todo el Pueblo de Dios).
Toda vocación sacerdotal es un gran «misterio», un «don» que nos supera infinitamente. Os invito hoy, de forma especial, a releer vuestra propia historia como historia de salvación. Para ello, en primer lugar, pongamos sobre el altar, con corazón agradecido, todos aquellos rostros que han sido y son claves en nuestro itinerario vocacional y ministerial. Fuimos y somos llamados, y respondemos al Señor, hoy como entonces, en el seno de una comunidad cristiana, de la mano de esos santos «de la puerta de al lado» que han mostrado y nos muestran cada día con fe sencilla que merece la pena entregar todo por el Señor y su Reino. ¡Cuánto les debemos! Agradezcamos esas pequeñas «Betanias» que el Señor nos regala (familia, amigos – y amigos sacerdotes – feligreses…) y que nos aportan tanta humanidad y normalidad.
Traigamos, asimismo, ante el altar, y con especial cariño, a nuestra Iglesia diocesana, sus proyectos y planes pastorales (alimentar cada día el sentimiento de pertenencia a la misma nutre y configura nuestra vida espiritual; dice esponsalidad, comunión, misión…), así como a las distintas comunidades a las que hemos servido y a las que servimos hoy: nuestros pueblos, sus gentes, sus sueños e incertidumbres, especialmente a los más pobres, también a los alejados, a los que no son de nuestro redil. “Son los que el Señor nos ha dado” (Jn 17, 24); habitan en nuestro corazón de apóstoles, caminamos día a día junto a ellos; con ellos somos discípulos y para ellos pastores. Ni nos entendemos, ni podemos entender nuestro sacerdocio al margen de nuestro pueblo, pues somos pastores y servidores, no asalariados, ni dueños del rebaño que se nos ha encomendado.
Traigamos, por último, ante el altar a nuestro presbiterio, a todos nuestros hermanos sacerdotes, especialmente a los mayores, a los enfermos, o a los que pueden estar pasando un mal momento. Veneremos el sacerdocio del Señor en ellos, acompañémonos mutuamente, y ayudémonos unos a otros a ser pastores buenos según el corazón de Dios.
Queridos hermanos sacerdotes, al renovar las promesas de nuestro sacerdocio, confesamos y celebramos que nuestra historia personal, nuestro sacerdocio, con todas sus vicisitudes, es siempre la historia del amor inquebrantablemente fiel del Señor. “Aun cuando somos infieles, Él permanece fiel, porque no puede negarse a sí mismo” (2 Tim 2,13).
Las palabras de Jesús “Como el Padre me ha amado, así os he amado yo”, “No sois vosotros los que me habéis elegido, he sido yo quien os ha elegido” (Jn 15,9.16), ciertamente nos comprometen, pero al mismo tiempo nos dan serenidad y coraje. Vale la pena recordarlas en particulares momentos de dificultad o desaliento.
Por eso, sabedores de nuestra fragilidad, al renovar nuestras promesas sacerdotales, pidamos al Señor la capacidad de renovarnos, de darnos, de entregarnos, en sencillez y pobreza, hasta el final…, la capacidad de partirnos como Él mismo se partió y partió el pan. No somos sacerdotes para nosotros mismos. Nuestra vida es para Dios, para los hermanos, dos amores que se abrazan e implican mutuamente.
“El Pueblo de Dios [leemos en el Documento de Aparecida] siente la necesidad de presbíteros-discípulos: que tengan una profunda experiencia de Dios, configurados con el corazón del Buen Pastor, dóciles a las mociones del Espíritu, que se nutran de la Palabra de Dios, de la Eucaristía y de la oración; de presbíteros-misioneros: movidos por la caridad pastoral, que los lleve a cuidar del rebaño a ellos confiados y a buscar a los más alejados, predicando la Palabra de Dios, siempre en profunda comunión con su obispo, los presbíteros, diáconos, religiosos, religiosas y laicos; de presbíteros-servidores de la vida: que estén atentos a las necesidades de los más pobres, comprometidos en la defensa de los derechos de los más débiles y promotores de la cultura de la solidaridad. También de presbíteros llenos de misericordia, disponibles para administrar el sacramento de la reconciliación” sacerdotes [añado] con corazón, sacramento, es decir, signo e instrumento, de la ternura de Dios”.
El peso que esto supone podría parecer excesivo, irrealizable, y lo sería si no fuera porque el Espíritu mismo es quien nos conduce y capacita con una fuerza y una gracia singular para ello. No en vano, son muchos los testimonios de sacerdotes «buenos», en el mejor y pleno sentido de la palabra, que nos han dejado un preclaro ejemplo de santidad con su entrega humilde y escondida (cf. LG 41).
Desde esta firme convicción, os invito a reavivar el don recibido” (2 Tim 1,6), a amar nuestra vocación y agradecer y celebrar el gozo de ser elegidos, llamados y enviados a engendrar a Cristo para el mundo ¿qué otra cosa hacemos?
Termino pidiendo al Señor por intercesión de Santa María, Madre de los sacerdotes, que no deje de mandar obreros a su mies.
Gracias a todos vosotros, queridos hermanos, y queridos hermanos sacerdotes, por el don que habéis hecho y hacéis cada día de vuestra persona al Señor y a esta Iglesia diocesana de Plasencia.
Hermanos y hermanas, cuidad a vuestros sacerdotes. No dejéis de orar por ellos y por mí, por favor.
Que el Señor os bendiga y María os cuide. ¡Feliz jornada sacerdotal!