Misa Coral con imposición de la ceniza en la catedral

Misa Coral con imposición de la ceniza en la catedral

El obispo de la diócesis de Plasencia, monseñor Brotóns Tena presidió el 22 de febrero, a las nueve y media de la mañana, la Misa Coral en la Catedral con imposición de la ceniza.

Homilía de don Ernesto

Queridos hermanos y hermanas, hermanos sacerdotes

Un afectuoso saludo a todos y cada uno de vosotros

Comenzamos la Cuaresma, este itinerario hacia la Pascua, tiempo favorable de gracia, reconciliación y conversión. Y lo hacemos, conscientes de nuestra fragilidad y de nuestra necesidad del Señor. Eso esconde el símbolo de la ceniza.

Nos recuerda que no somos dioses (algo que nos viene bien, porque el ser humano, desgraciadamente, parece tener tendencia a endiosarse), que somos polvo, barro…  ), pero no dice todo sobre nosotros. Somos, sí, barro, ceniza, pero no somos ceniza informe, sin forma alguna. Somos ceniza pero también aliento, aliento de Dios.

Recordemos ese relato hermoso del génesis en el que se describe a Dios como un alfarero, que nos va modelando poco a poco, para insuflar después su espíritu en nosotros. Somos arcilla trabajada y amasada por las manos de Dios, que nos ha hecho parecidos a Él, capaces de amar, de entregarnos sin medida, de mejorar nuestro mundo y nuestro entorno, de generar espacios de encuentro y acogida, de sanar heridas…

Somos arcilla, trabajada y somos arcilla amada. El soplo de Dios sobre la obra de sus manos evoca el beso, beso maternal que es signo de amor y fuente de vida. Beso maternal que nos hace hijos e hijas amados de Dios y hermanos.

Los Padres decían que cuando Dios creó al hombre, lo modeló pensando en su Hijo, en Cristo. En Él encontramos la medida de lo humano, lo que significa ser personas, nuestro destino, el camino para la verdadera vida. La Cuaresma es una oportunidad para acercarnos a Él y para dejarnos pulir por Dios, por su Espíritu, para que cada día nos parezcamos más a Jesús, para sentirlo a nuestro lado, alentando, sosteniendo… para hacer nuestro su proyecto de amor, para todos, sin exclusión, proyecto de Dios… que lleva a la entrega, a la diaconía, hasta el don total de nosotros mismos. Esa es la Pascua, la Pascua de Jesús y la nuestra.

Para ello, el Evangelio nos da algunas pistas importantes.

Nos dice: «no te canses de orar», pero, de verdad, de corazón, con sencillez y humildad, sin palabrerías ni ostentaciones. Necesitamos orar porque amamos a Dios y anhelamos sentir su presencia; lo necesitamos. Precisamos de su amor, también de su perdón. Pensar que nos bastamos a nosotros mismos es una ilusión peligrosa. Las noticias de cada día nos recuerdan nuestra palpable fragilidad personal y social. También nos recuerdan que no vivimos y nos salvamos solos, sino con los otros. La fe no nos exime de las tribulaciones de la vida, pero nos permite atravesarlas unidos a Dios y a nuestros hermanos en Cristo.

La Cuaresma también nos dice: «no te canses de extirpar el mal de tu vida, de sacrificarte por el otro». Eso es ayunar. Ayunemos de lo que nos hace y hace mal al otro; renunciemos al «yo-me-mi-conmigo» en favor de los demás.

Como camino para ello, verdadero itinerario de conversión cuaresmal, os invito a hacer nuestras aquellas palabras del Apóstol, «tened entre vosotros los sentimientos propios de Cristo Jesús» (Flp 2,5), y así convertirnos (o dejarnos convertir) a la humildad de Cristo, que, siendo de condición divina, se rebajó hasta hacerse uno de tantos y someterse a la muerte y muerte de cruz (Flp 2,6-8). La humildad no es virtud de débiles, sino virtud fuerte, que se rebela contra la autosuficiencia que nos encierra en nosotros mismos, y contra un modo de comprender y organizar la existencia que, en su afán de poder, esclaviza y oprime. Al contrario de la soberbia o el orgullo, que dispersan, dividen, enfrentan y descartan, la humildad crea lazos, sana, restaura, humaniza y construye una sociedad mejor.

A la sazón, la Cuaresma nos obliga a replantearnos muchas de nuestras prioridades y valores (a nivel personal, social e, incluso, eclesial), para, finalmente, decirnos: «no te canses de amar, de comprometerte por los demás, de hacer el bien».

No perdamos ninguna oportunidad de hacer el bien. Aprovechemos esta Cuaresma para cuidar a quienes tenemos cerca y para hacernos prójimos de todos aquellos que están heridos en el camino de la vida. Esto pasa por convertirnos de verdad y de corazón al rostro del «tú», ese rostro que no deja de interpelarme, que me impide tratarlo como un mero objeto o mirar indiferente hacia otro lado. De hecho, puede que uno de los mayores dramas de nuestra sociedad sea esa dramática pretensión de «hacer callar los rostros».

Hoy, el Señor, en medio de los golpes de la vida (no olvido los grandes dramas de hoy, la guerra en Ucrania, la crisis econónica que afecta a tantos hogares, tanta violencia, agresividad sin pudor y tanta indiferencia, tan poco respeto por la vida humana, ya desde sus origenes, y un largo etc), en medio de tantas dificultades, en medio de nuestros miedos, pecados… nos dice «no temas, estoy contigo». La Cuaresma nos invita a poner nuestra confianza y nuestra seguridad en el Señor. No olvidemos que la luz de la Pascua es alargada y nos ilumina aun antes de celebrarla. La vida es tozuda. Y siempre florece, aun cuando se corten una y otra vez sus brotes.

Queridos hermanos. Caminamos hacia la Pascua. Es tiempo de gracia, conversión y reconciliación. Nuestro mundo está necesitado de amigos fuertes de Dios, signos e instrumentos de fraternidad y de esa paz tan necesitada. Pidamos por ella. Pienso especialmente en Ucrania (y en tantos otros conflictos sangrantes). Pidamos perdón por todo atisbo de odio, indiferencia, egoísmo o abuso de poder en nuestro corazón y en el corazón de los pueblos, por el dolor y la muerte de tanto inocente. Rezo para que nuestra Humanidad defienda siempre la sacralidad de toda vida y la dignidad de los más débiles, y para que el amor, la unión, la tolerancia y el respeto venzan, finalmente, al odio y a la venganza.