01 Abr “Una peregrinación hacia el primer amor”. Homilía en la Misa Crismal 2015
1. En esta mañana de miércoles santo nos encontramos en este año del Señor de 2015, Año de la Misión Diocesana Evangelizadora, en la Santa Iglesia Catedral, para celebrar juntos un acontecimiento profundamente sacramental y, por eso, eclesial y pastoral: la consagración y bendición del Santo Crisma y de los Oleos Santos. La Misa Crismal evoca el sacerdocio común de los fieles, ungidos para vivir con ánimo, fortaleza y alegría su nueva identidad de hijos adoptivos de Dios. Por eso saludo con afecto a los consagrados y consagradas y a todos los fieles laicos que asistís a esta celebración.
Seguramente, por ser ministros de esos misterios, la Santa Madre Iglesia quiere poner de relieve nuestro sacerdocio ministerial y nos invita en esta misma celebración a renovar, todos juntos como presbiterio diocesano, y con el obispo, nuestra identidad sacerdotal. Como ministros del Señor comparecemos personal y comunitariamente para poner al día nuestras promesas sacerdotales.
2. Nuestra presencia como presbiterio diocesano nos sitúa necesariamente en la fraternidad sacerdotal. Hoy se pone de relieve que nosotros hemos seguido al Señor, no individualmente, sino “juntos”. Aunque la llamada haya pasado por el corazón y la vida de cada uno de nosotros, él nos llamó para estuviéramos unidos. En el origen de nuestra vocación y misión siempre está la Iglesia y nuestra vida sacerdotal la sitía el Señor en el seno de la misión de sus apóstoles.
Esto, como sabéis muy bien, tiene unas consecuencias espirituales y teológicas indiscutibles para nuestro ser y nuestra misión: todo lo que somos en el Señor hemos de vivirlo en la comunión y en la fraternidad. Y justamente porque es esencial en nuestra vida sacerdotal, la fraternidad tiene necesariamente que ser uno de los valores que afiancen al sacerdote en la santidad.
Así lo recordaba el Papa Francisco en un encuentro con sacerdotes: “La segunda cosa que deseo compartir con vosotros es la belleza de la fraternidad: ser sacerdotes juntos, seguir al Señor no solos, cada uno por su lado, sino juntos, incluso en la gran variedad de los dones y de las personalidades; es más, precisamente esto enriquece al presbiterio, esta variedad de procedencias, edades, talentos… Y todo vivido en la comunión, en la fraternidad” (Papa Francisco, a los sacerdotes de Casano, junio 2014).
3. Situados entonces como presbiterio, no olvidamos el encuentro personal con el Señor, porque la comunión se enriquece con la relación de intimidad con él. Es más, el camino del sacerdocio, si bien lo hemos de hacer apoyados los unos en los otros, necesariamente pasa por el personal seguimiento del Señor. En esta doble perspectiva, la personal y la fraterna, os invito a responder a cada una de las tres preguntas que os voy a hacer, en nombre de la Iglesia, para la renovación de las promesas sacerdotales.
Al renovar esas promesas se nos invita a remontarnos a los orígenes de nuestro sacerdocio. Se nos pide que echemos una mirada al horizonte de nuestra historia sacerdotal. Por eso, me vais a permitir que os invite, como lo hacía hace unos días con los sacerdotes más jóvenes, a hacer una rápida peregrinación hacia atrás, hacia el principio de nuestra relación vocacional con el Señor. Ir a la fuente de nuestra experiencia sacerdotal, que está en el amor primero, nos ayudará a vernos con honestidad en la respuesta que con tanto fervor solemos manifestar. La seguridad de renovar la verdad del amor que nos llamó, es siempre una garantía para seguir diciendo “sí quiero” a lo que el Señor nos pidió por amor y nosotros le dimos, también con verdadero amor. Es más, si algo no anduvo bien en nuestra historia, si en esas preguntas comprometidas que nos van a hacer viéramos fallos, retrocesos y pecados, volver al amor primero nos renovará siempre, porque nos sitúa en la única razón de nuestro ser sacerdotal. Volvamos, entonces, hacia esa historia en la que el amor de Dios que entonces sentíamos lo llenaba todo en nuestra vida.
4. Es bueno, es muy necesario y saludable, mirar al horizonte de la primera hora, en la que nuestro corazón estaba más caldeado por la relación amorosa que, por gracia, quiso el Señor establecer con nosotros. Recordad cómo entonces la inteligencia se nos abrió al misterio y cómo, al sentirnos amados con una especial muestra de predilección, decidimos entregarnos al seguimiento del Maestro que sólo tiene palabras de vida eterna (cf Jn 6,68).
Detengámonos en la época inicial de nuestra vida sacerdotal; eso siempre nos hará bien. En lo que entonces vivimos descubriremos la alegría del momento en que Jesús nos miró y renovaremos la respuesta a una llamada de amor. Sentiremos que estar con Cristo supone compartir su vida y sus opciones, requiere la obediencia de fe, la bienaventuranza de los pobres, la radicalidad del amor. Al renovar las promesas, hemos de renacer a la misma vocación que nos llegó y nunca nos ha abandonado, aunque la hayamos ocultado, empobrecido o puesto en duda en algún momento o la hayamos solapado con una personalidad que no se deja moldear por el amor radical.
5. De hecho, al vernos en el tiempo inicial recordaremos, sea como sea nuestro recorrido sacerdotal, que lo que nos sucedió entonces ha tenido continuidad. Lo que nos sucedió al comienzo no fue algo pasajero, sino que sigue durando a lo largo de toda nuestra vida. Lo sucedido en los orígenes de nuestra vocación sacerdotal, en la llamada y sobre todo en la ordenación, nos situó en una dinámica constante que ha ido enriqueciendo toda nuestra vida, todos los gestos y las actitudes de nuestra vida. De ahí que, al responder al interrogatorio, hemos de tener una gran paz en el corazón, la que nos da el sabernos amados por Dios a lo largo de todo el camino sacerdotal; porque sólo ese amor primero y constante le da continuidad a lo que somos.
De hecho, para que todo se renovara cada día, hemos tenido que acudir a la incandescencia de la primera vez que sentimos la llamada del Señor, a la conmoción que supuso para nosotros la ordenación sacerdotal, al fuego que había dentro de nosotros cuando descubrimos que el Señor nos pedía un cambio de vida, un seguimiento, una donación plena a Dios en la vida sacerdotal. Si lo hicimos así, es posible que esa peregrinación al primer amor despierte lágrimas del corazón. Es bueno y sano dejarlas correr, pero que sean lágrimas de amor. Que sean las lágrimas que fluyen porque una vez más el Maestro nos pregunta: ¿Me amas? Si le dedicamos más tiempo al amor que a nuestros pecados y debilidades, todo renacerá en nuestra vida sacerdotal.
6. En esta peregrinación hacia el primer amor que os propongo, no olvidéis de acudir, con un empeño especial, a los sentimientos de Cristo, esos que tan patentes están en el Evangelio cuando lo escuchamos sin glosas ni matices. Hoy mismo Jesús se ha mostrado como el que, guiado por el Espíritu, se deja enviar por el Padre al corazón del mundo, al mundo más herido. “El Espíritu del Señor está sobre mí, porque él me ha ungido. Me ha enviado a evangelizar a los pobres, a proclamar a los cautivos la libertad, y a los ciegos, la vista; a poner en libertad a los oprimidos; a proclamar el año de gracia del Señor” (Lc 4, 18-19).
¿Por qué no acabamos de convencernos de que es por esos caminos por los que el Señor nos envía? Difícilmente podemos ser cooperadores adecuados en la salvación, si no nos aproximamos a la carne herida de los hombres y mujeres, si marcamos distancias ante las llagas del mundo, si no nos complicamos la vida en medio de los problemas de nuestros pueblos. Lo que hoy Jesús nos recuerda una vez más es que Dios no es indiferente al mundo, sino que lo ama hasta el punto de dar a su Hijo por la salvación de cada hombre. En la encarnación, en la vida terrena, en la muerte y resurrección del Hijo de Dios, se abre definitivamente la puerta entre Dios y el hombre, entre el cielo y la tierra. Y la Iglesia es como la mano que tiene abierta esta puerta (cf Mensaje del Papa para la cuaresma 2015).
7. Justamente esta es la razón por la que el Papa Francisco le propuso a nuestras parroquias en su mensaje para la cuaresma que sean islas de misericordia en medio del mar de la indiferencia. Por eso nos dice: “Espero de vosotros: salir de sí mismos para ir a las periferias existenciales. «Id al mundo entero», fue la última palabra que Jesús dirigió a los suyos, y que sigue dirigiéndonos hoy a todos nosotros (cf. Mc 16,15). Hay toda una humanidad que espera: personas que han perdido toda esperanza, familias en dificultad, niños abandonados, jóvenes sin futuro alguno, enfermos y ancianos abandonados, ricos hartos de bienes y con el corazón vacío, hombres y mujeres en busca del sentido de la vida, sedientos de lo divino…” (Francisco, Carta apostólica…). ¿No os suena este lenguaje de Francisco al del profeta Isaías, que Jesús, el Hijo de Dios, hace suyo para mostrarnos su identidad y su misión?
8. Por último, permitidme que os recuerde que, si hacéis la peregrinación hacia el amor primero que os acabo de proponer, enseguida descubriréis que “toda vocación es para la misión y la misión de los ministros ordenados es la evangelización en todas sus formas. No olvidemos que sin misión le cortamos la corriente al amor de Dios. Digo esto a propósito de la Misión Diocesana Evangelizadora que hacemos en cada parroquia para el despertar misionero de cada cristiano. Lo que hagamos, más o menos, le dará fluido al amor de Dios en favor de los hombres y mujeres de nuestros pueblos y ciudades.
9. En nuestra peregrinación hacia el primer amor, nos vendrá muy bien peregrinar con María. No hay mejor compañía para la identificación con Cristo ni para recorrer los caminos por los que Jesús nos envía a evangelizar.
+ Amadeo Rodríguez Magro, obispo de Plasencia