22 May Todo buena teología se convierte en una buena antropología
Homilía de despedida de la Diócesis de Plasencia
Dios es como un abrazo
Empiezo esta homilía contando una bella historia. Sucede en Varsovia en los años 80. Un niño de ocho años, de nombre Pavel y muy inteligente, jugaba a hacer cálculos complicados con el ordenador de su papá. Con él, en la misma habitación, estaba su tía. En un momento dado, el niño interrumpe su juego, se gira hacia ella y le pregunta: “¿Cómo es Dios?”. Su padre no le había hablado nunca de Dios; es un ingeniero ateo y su madre está muerta. Su tía lo mira en silencio, se le acerca, lo abraza, le besa los cabellos y, apretándole junto a su pecho, le susurra a sus oídos: “¿Cómo te sientes ahora?” Pavel, que no quiere separarse de aquel abrazo, la mira y le responde: “Bien, me siento muy bien”. Y la tía le dice: “Mira, Pavel, Dios es así”.
Esta escena, sacada de la película del director polaco Krzysztof Kieślowski, Decálogo I, es una hermosa parábola para decir algo de Dios: Dios es como un abrazo. Este es, queridos hermanos y hermanas el sentido de la Trinidad, al menos el sentido simbólico. La Trinidad me asegura que Dios no es en sí mismo soledad, sino que es un infinito y continuo movimiento de amor. Dios es reciprocidad, intercambio, superación de uno mismo, encuentro, abrazo.
Hablar de Dios es siempre hablar del hombre
Y lo que Él es, lo ha querido plasmar en nosotros: cada hombre es creado no sólo a imagen de Dios, sino también a imagen y semejanza del Dios Uno y Trino. En realidad cada hombre es en sí mismo un movimiento de amor. Por eso se dice que toda buena teología se convierte en una buena antropología y que hablar de Dios es siempre hablar del hombre. Por eso, si la Trinidad es la primera victoria sobre la soledad, esta es también la orientación que debe tomar la historia de los seres humanos: la de romper soledades, la de vivir junto a los otros, para los otros, la de ser donación para los demás.
Como veis, el dogma de la Trinidad, que es la única y verdadera impronta de la vida de la Iglesia y, por eso, de la de todos cuantos hoy somos la Iglesia del Señor que camina en Plasencia, no es una elaboración mental por la que se busca que cuadre el “tres” con el “uno”, es, sobre todo, una maravillosa fuente de sabiduría que nos hace caminar y sentir con una lógica, con una verdad: que el amor recíproco es imprescindible, porque “ni siquiera Dios puede estar sólo”.
Considero que con lo que acabo de deciros os he hablado del sentido más profundo de lo que hoy celebra la Iglesia; pero también pienso que en la Trinidad, en su esencia, y en lo que el amor de Dios vierte sobre nosotros, es donde hemos de encontrarle sentido a este acontecimiento eclesial que vivimos hoy vosotros y yo. En realidad, si hoy sentimos lo que sentimos, yo hacia vosotros y vosotros hacia mí, es porque Dios nos ha hecho así, porque ha querido orientar nuestra vida hacia la estima recíproca.
Todos es gratitud
Por eso, al primero al que tenemos que darle gracias por todo lo que puede haber fluido entre nosotros a lo largo de estos años de mi ministerio episcopal en esta querida Diócesis de Plasencia, es a Dios Nuestro Padre, fuente gozosa de la vida y del amor; a Jesucristo su Hijo que nos ha enamorado y ha atrapado nuestro corazón para que le amemos a él y a los hermanos; y al Espíritu que rompe el aislamiento y pone relación y afecto entre nosotros.
A Él, Trinidad Santísima, le doy las gracias; Él es hoy el primer destinatario de mi gratitud, y en sus manos pongo estos maravillosos años de mi vida, en los que he sido vuestro obispo. Y tras esta gratitud, que os invito a mostrar conmigo a Nuestro Buen Dios, por su Hijo y en el Espíritu, yo quiero que esta sea también la Eucaristía de mi gratitud hacia vosotros. Razones para que así sea las tengo todas. La primera y principal que hoy quiero manifestaros es que, habiendo sido vuestro obispo, me he sentido un privilegiado. Cuando supe, allá por el año 2003, el 17 de junio, que iba a ser el Obispo de Plasencia, me mentí en verdad pequeño y débil, y bastante asustado, pero también muy agraciado.
Enseguida entendí que lo que el Señor me pedía se convertía en un don maravilloso del que de inmediato quedé prendado. Me cautivó la calidad humana y espiritual de todos vosotros, me sentí orgulloso de vuestra gloriosa historia, disfruté de la tierra bendita que pisaba para dar gloria a Dios y a los hombres. Os puedo decir que siempre he disfrutado de mi ministerio: cuando me he acercado a cada pueblo, a cada ciudad, a cada hogar en el que vivían aquellos a los que vine a servir. Todos habéis estado en mi corazón y en mis sueños pastorales, aunque con muchos quizás ni siquiera haya podido cruzar una mirada. Os puedo decir que los que estaban más lejos han sido mis predilectos, como lo han sido los pobres, a los que les pido perdón si nunca les llegó de mí o de la Iglesia la ayuda que necesitaban.
Obispo con la impronta de la comunión y el servicio
Mi ministerio, lo sabéis todos porque habéis sido mis compañeros de camino, tuvo desde el primer momento la impronta de la comunión, esa que tiene su origen en la relación íntima entre las Tres Divinas Personas de un Sólo Dios. Todo empezó siendo sinodal, y en el espíritu de la sinodalidad se ha movido el ritmo de la vida de nuestra Iglesia diocesana. Siempre hemos pretendido caminar juntos, acompasando nuestros pasos, aunque a veces las condiciones, tanto de estilos como de actitudes y hasta geográficas, nos lo pusieran bastante difícil. Nuestro programa ha sido el de evangelizar unidos; sabíamos que esa era la voluntad de Jesús: “Que todos sean uno, como tú y yo somos uno, para que el mundo crea”. Sólo en la unidad se camina por el mundo según el corazón de Dios, solo en la unidad se preparan los caminos del Señor, como dice mi lema episcopal. Os puedo decir, queridos hermanos y hermanas, que no me he aislado nunca de vosotros, que siempre he sentido con vosotros, que también he llorado con vosotros, cuando el dolor era lo que nos unía.
También necesito deciros hoy que os he sentido muy cercanos a mí como vuestro obispo, como cristiano entre vosotros y como vecino con el que os cruzabais por la calle. He disfrutado del calor y la amistad de todos: de las autoridades, de los sacerdotes, de los consagrados y consagradas, de los cristianos más cercanos a la Iglesia, pero también he disfrutado de muchos que no andaban por los aledaños de nuestros templos. He procurado siempre que el credo no fuese el termómetro de mis afectos y relaciones. A todos os doy las gracias de corazón.
Quiero también deciros que, con el Señor, que vino a servir y por eso se sitúo en la humildad de la condición humana, yo he querido estar siempre a vuestro servicio. Y para que eso fuera más fluido, siempre he pretendido crear un clima de sencillez y cercanía entre todos nosotros. Comprendo que a veces es difícil ver al obispo como una persona accesible, a la altura de todos, pero lo he intentado, y pienso que muchos de vosotros así me habéis sentido. Permitidme que os diga, aunque esto os parezca una inmodestia por mi parte: desde que me inicié en el ministerio sacerdotal en el año 70 en Mérida y luego episcopal entre vosotros siempre quise ser un pastor al que todos tuvieran acceso, cercano a todos, un pastor que olía a oveja.
Gracias y perdón
Siendo esa mi verdad, no os niego que soy consciente de mis límites, sobre todo de uno que es muy grande: el de mi condición humana que, por mucho que lo intentara, nunca me permitió llegar a donde quería y debía. Además, la vida de un obispo es muy compleja, muy diversa en sus tareas y ocupaciones y preocupaciones. Por eso, aunque he procurado hacer en cada momento lo que tenía que hacer, siempre tuve la sensación de que podía haber llegado a otras personas, a otros ambientes, a otros lugares, a otras necesidades, a otros servicios.
Quizás sea por esa razón por la que mis sentimientos hoy, en lo que se refiere a vosotros, es doble: por una parte os digo que habéis sido mi honor y mi gracia, que habéis sido el más maravilloso tesoro de mi ministerio; pero también os digo que, no haber podido, querido o sabido estar a la altura de lo que me pedíais, ha sido en ocasiones mi espina y mi cruz. De corazón quiero daros las gracias por todo vuestro afecto y vuestra comprensión; y también os pido perdón por todas las veces que esperabais algo más de mí y no estuve a la altura de vuestras justas y certeras aspiraciones. Espero de vuestra mucha virtud que sepáis disculparme.
Como todo lo que me llevo de vosotros es muy bueno, quiero deciros que siento mucho tener que dejaros; pero también os digo que llevarme vuestro cariño será para mi una caudal maravilloso de fuerza, que me va a acompañar día a día en la aventura que el Santo Padre Francisco me invita a iniciar. Espero mucho sobre todo de vuestra oración.
Manteneos firmes en la fe y en la esperanza
Como última recomendación, os invito a mirar al Señor, a poner en él vuestra vida, a seguir manteniéndoos firmes en la fe y en la esperanza. Y, sobre todo, os invito a arraigar en vuestra vida cristina compartida en vuestro comunidades, vuestros grupos, vuestros movimientos, toda la impronta de discípulos misioneros que le hemos querido dar a la espiritualidad y a la evangelización en nuestra Iglesia diocesana. Misionero he querido que fuese mi ministerio. Los que han estado más cerca de mí saben que no he dejado nunca de confesar y anunciar explícitamente a Jesucristo. La sencillez y la densidad del primer anuncio de la fe ha sido mi propuesta permanente entre vosotros. Siempre he sabido que todo lo demás en la vida de un cristiano pasa por el encuentro personal con Jesús, el Hijo de Dios. Y ese no se produce si no hay quien lo anuncie, como muy bien recuerda San Pablo (cf Rm 10,14).
Estoy convencido de que el próximo obispo, al que hay que empezar a encomendar y a querer, aunque aún no tenga ni nombre ni rostro, podrá comprobar que llega a una Iglesia en camino, en misión, en salida, a una Iglesia de cristianos adultos y corresponsables, a una Iglesia que está establecida en comunidades sólidas por la comunión entre pastores y fieles y enriquecida por la escucha de la Palabra, por la vida sacramental y la Eucaristía, por la oración, por la comunión fraterna, por el compromiso misionero de todos y por el servicio de la caridad siempre a flor de piel, conscientes de que no podemos ser cristianos sin servir a los pobres y excluidos.
“Muchas cosas me quedan por deciros”.
Confiando en la solidez de vuestra fe, también yo os digo como el Señor a sus discípulos: confiad en el Espíritu, él guía la Iglesia, él guiará la vida de esta Iglesia por los caminos de esta tierra en este tiempo y en esta sociedad tan compleja y a veces tan atolondrada en lo que se refiere a la fe, y que además tiene tantos problemas humanos y sociales. No lo dudéis, el Espíritu guiará vuestros corazones para que améis a esta bendita tierra como el campo de siembra en el que poner las semillas del Evangelio del Reino.
En fin, hermanos y hermanas, os digo lo que Jesús le dice hoy en el Evangelio a sus discípulos: “Muchas cosas me quedan por deciros”, pero tengo que terminar. Y lo hago invocando para vosotros la intercesión de los Santos Patronos San Fulgencio y Santa Florentina, la de nuestra beata Madre Matilde del Sagrado Corazón, la del grupo de nuestros mártires beatos. Invoco de un modo especial la protección de la Santísima Virgen de Guadalupe, Patrona de los hijos esta bendita tierra extremeña; esos que legítimamente desean que tenga su casa-santuario en la Provincia Eclesiástica de Mérida-Badajoz, el espacio común de la fe que el Papa San Juan Pablo II nos concedió para que fuéramos la Iglesia del Señor que camina en la Comunidad Autónoma de Extremadura. Amén.
Santa Iglesia Catedral de Plasencia, 22 de mayo de 2016
+ Amadeo Rodríguez Magro
Administrador Apostólico de Plasencia
Obispo electo de Jaén
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