24 Jun Primeras palabras de Don José Luis como obispo de Plasencia
Estimados Señores Cardenales, Arzobispos y Obispos, que habéis podido acompañarme y acogerme así en el Colegio Episcopal como hermano, para compartir la solicitud por toda la Iglesia, en comunión con el Papa Francisco, al que agradezco vivamente este gesto de confianza.
Queridos hermanos y amigos sacerdotes, Ilustrísimas autoridades autonómicas y locales con las que desde hoy deseo compartir, en colaboración leal, un servicio a las personas desde las instituciones que cada uno de nosotros representamos. Queridos hermanos todos:
«¡Qué bello es el mundo y qué grande es Dios!» decía a Giussani su madre, como la cosa más natural del mundo, un día en el que asistían a misa de seis de la mañana. Esta mañana podríamos añadir, al vernos juntos alabando a Dios, desde la gratitud y la súplica: «¡Qué grande y qué bella es la Iglesia, que nos permite a personas venidas de lugares tan dispares agradecer y mendigar al Señor que aliente y sostenga este pastoreo apenas comenzado!». Y lo hacemos en esta fiesta de San Juan Bautista (del nacimiento, no del martirio que en todo caso vendría después), recordando y queriendo hacer mías sus palabras para mi ministerio episcopal entre vosotros, que todo sea para que Él crezca y yo mengüe (Cf. Jn 3, 30). Que todo sea para su santa gloria y vuestro servicio.
Por otra parte, yo mismo deseo hacer vida el lema del escudo heráldico de Plasencia: «Ut placeat Deo et hominibus» (que significa “Para que agrade a Dios y a los hombres”), suplicando para ello que sea un hombre conforme a Su Corazón, que cumpla sus preceptos (Cf. Hch 13, 22).
Con el salmista, desde el corazón repito: «Te doy gracias porque me has escogido portentosamente” (Sal 138, 14). Doy gracias a Dios que, a través de su Iglesia, me confía esta hermosa misión, a pesar de mi debilidad y de la pobreza de mi persona. El Señor, como dice Isaías, «me llamó en las entrañas maternas y pronunció mi nombre» (Is 49, 1); ha tenido tanto cuidado conmigo a lo largo de mi historia, a través de mi familia que me ha dado la vida y la fe, del afecto de mi pueblo Pedro Bernardo y su parroquia (bendito D. Fidel y mi catequista Julita), de mis formadores del Seminario en Arenas de San Pedro, Ávila y Salamanca, la Facultad de Teología de la Universidad Pontificia de Salamanca (varios de mis profesores presentes: saludo a D. Olegario y a D. José Manuel Sánchez Caro, gracias D. Ricardo por acceder a mi petición de consagrarme Obispo), a mis amigos de Friburgo y del Ticino, a la amistad de D. Julián en el Tiemblo y D. Baldomero, que me ayudaron a ser mejor sacerdote. Hacemos hoy un recuerdo agradecido de D. Felipe Fernández García, sacerdote placentino, que como Obispo de Ávila me ordenó sacerdote.
Saludo con afecto a los amigos sacerdotes venidos de tantos lugares: con los que he tenido relación unas veces de padre, otras de hijo, y otras de hermano mayor o menor. A los consagrados y fieles laicos que desde los lugares en los que he vivido y servido a Dios y a su Iglesia, habéis hecho el esfuerzo de haceros presentes en esta hermosa celebración. Compañeros profesores y antiguos alumnos del Colegio Asunción de Nuestra Señora y de Pablo VI de Ávila, trabajadores y chicos de la Casa Grande de Martiherrero, parroquias del Inmaculado Corazón de María, Tornadizos de Arévalo, de mi querida parroquia de San Pedro Bautista. Gracias a los amigos más íntimos, porque vuestros rostros y vuestra compañía es la concreción de cómo el Señor ha acompañado y cuidado amorosamente mi vida.
Me dirijo ahora a vosotros, queridos diocesanos de Plasencia, pueblo cristiano al que el Señor me envía como pastor:
He sido nombrado Obispo vuestro, es decir, el que ve, cuida y vigila a su rebaño. La Iglesia me pide predicar su evangelio, celebrar sus sacramentos, cuidar a cada uno de sus fieles. Las tres tareas esenciales del Obispo.
Me pide enseñar, sabiendo que yo debo ser el primer discípulo. Hacer presente la Palabra de Dios, ofrecer la luz que es la misma persona de Cristo en medio de la desorientación de nuestro tiempo. No enseñando ideas propias, sino proponer su Palabra y su modo de vivir. Como Juan Bautista, que nunca se apodera de la Palabra; él es sólo el que señala; la vocación de Juan es desaparecer y el sentido de su vida es indicar a Otro más grande. Deseo acoger y tratar de vivir como mío propio lo que el Señor, como único maestro, ha enseñado y la Iglesia ha transmitido. Ayudadme vosotros a enseñar a través de mi propia vida. Como Juan, quiero estar al servicio de la Palabra de Cristo con humilde alegría.
La Iglesia me pide santificar a los hombres, sobre todo mediante los sacramentos y el culto de la Iglesia. Sólo Cristo nos hace santos, pero por su misericordia infinita, llama a algunos, pese a su pobreza humana, a convertirse mediante el sacramento del Orden, en ministros de esta santificación, dispensadores de sus misterios y «puentes» del encuentro entre Dios y los hombres (Cf. P O, 5).
Pedid al Señor que yo sea generoso, que esté disponible y atento para comunicaros los tesoros de la gracia que Dios ha puesto en mis manos, y de los cuales no soy dueño, sino administrador. Como pastor vuestro deseo ser un ejemplo de fe y un testimonio de santidad, para ser cada día más un pastor según el corazón de Cristo.
En esta fiesta del nacimiento de Juan el Bautista nos debemos preguntar para quién vivimos y para quién morimos. Esta es la pregunta a la que cada uno ha de dar respuesta. Nosotros no somos precursores, es cierto, pero somos seguidores de Cristo y como tales hemos de vivir, considerando más importante guardar la fe que perder la vida. Deseando que Cristo crezca en nosotros y sea reconocido por los hombres.
La tercera misión del Obispo es la de apacentar el rebaño, gobernar, guiar con la autoridad de Cristo al pueblo que Dios me ha encomendado. Una autoridad que es servicio y que se ejerce en nombre de Jesucristo. A través de los pastores de la Iglesia, Cristo apacienta su rebaño: lo guía y lo protege porque lo ama profundamente. Como dice San Agustín, a través de nuestro ministerio el Señor guía y custodia a las almas, apacienta el rebaño con un compromiso de amor (Cf. Comentario Ev. de S. Juan 123, 5), lleno de alegría, abierto a todos, atento a los cercanos y solícito por los lejanos (Cf. Sermón 340, 1; Cf. Sermón 46, 15), delicado con los más débiles, los pequeños y sencillos, los pecadores, para manifestar la misericordia infinita de Dios (Cf. Carta 95, 1). Para ello pedid que mi relación personal y mi amistad con Cristo sea cada día más grande, de modo que el mismo Cristo conforme mi propia voluntad a la suya. Que mi modo de gobierno sea el servicio humilde y amoroso del lavatorio de los pies y que sepa cuidar de todas las ovejas, también de las perdidas, del rebaño que se me ha confiado.
Agradezco de corazón a todos los que habéis hecho posible la belleza de esta celebración, una belleza que hiere el alma y llama al hombre a su Destino último; el generoso trabajo de los voluntarios, la armonía y coordinación de los coros, capaces de armonizar la diversidad.
Agradezco igualmente la presencia de los medios de comunicación. Habéis realizado una cobertura atenta y cordial desde el día de mi nombramiento. Estoy a vuestra disposición, para que podamos dar en nuestra diócesis las buenas noticias que desea escuchar el corazón de cada hombre.
Quiero agradecer también especialmente el afecto y la disponibilidad de D. Carlos López y D. Amadeo Rodríguez, mis predecesores, así como el trabajo del Colegio de Consultores y el de D. Francisco Rico, que, como os decía en mi saludo inicial a la diócesis, ha cuidado la familia diocesana como hermano mayor en ausencia del padre, paliando así vuestra orfandad.
En esta responsabilidad que hoy se me confía deseo contar con todos vosotros. De modo especial con los sacerdotes, queridos hermanos y estrechos colaboradores en el cuidado del pueblo santo de Dios, a los que nunca podré agradecer suficientemente la entrega generosa de vuestra vida; valoro y aprecio vuestro trabajo silencioso y la fidelidad con que lo lleváis a cabo. Quiero estar cercano a los seminaristas; poned vuestra juventud al servicio de Dios y de los hermanos; seguir a Cristo implica siempre la audacia de ir contra corriente, pero vale la pena porque es el camino de vuestra propia felicidad. Atreveos a comprometer vuestra vida con esta opción valiente que es seguir al Señor.
Cuento con los consagrados, que participáis tan activamente en la tarea evangelizadora de la Iglesia desde vuestros respectivos carismas; la diócesis y el mundo necesita vuestro testimonio y vuestra oración. Vivid vuestra vocación en la fidelidad diaria y haced de vuestra vida una ofrenda agradable a Dios. Como debéis hacerlo los diferentes movimientos eclesiales, y los fieles laicos desde la tarea vocacional de cada uno a través de vuestra presencia en medio del mundo.
Todos formamos la única Iglesia de Jesús; con osadía y sin miedo debemos hacer visible al Señor y a su Iglesia en la tarea de la evangelización que se nos encomienda. Pongamos en el centro de nuestros desvelos a los pobres, por los que Cristo mostró tan clara predilección y la Iglesia mira con amor preferencial; que yo sea con ellos acogedor y misericordioso. Tened paciencia conmigo y mis limitaciones. Os invito a que juntos contemos a nuestros diocesanos la belleza que supone pertenecer a Cristo y vivir cada una de las circunstancias de nuestra vida, también las más dolorosas, desde Él. Que Él tenga que ver con toda nuestra vida.
Para cumplir tan bella tarea ponemos mi ministerio pastoral bajo la protección de San Fulgencio y Santa Florentina, patronos de nuestra diócesis y de María, bajo la advocación de la Virgen del Puerto, cuyo santuario fue lo primero que pisaron mis pies en mi primera visita a Plasencia el día 19 de abril y a quien pedí ardientemente saber acompañaros y quereros como a hijos.
Que el Señor os bendiga a todos y no os olvidéis de rezar por mí.