“Es tiempo de salir, de caminar”. (Homilía Eucaristía San Juan de Ávila)

“Es tiempo de salir, de caminar”. (Homilía Eucaristía San Juan de Ávila)

Queridos hermanos sacerdotes:
Entre los textos de la Sangrada Escritura que recomienda la liturgia para celebrar la memoria de los pastores, he elegido estos dos (1 Cor 4,1-5: Mt 28,16-20), porque considero que ofrecen una preciosa oportunidad para interpretar en el Señor lo que celebramos en esta fiesta sacerdotal. Nuestra memoria se sitúa en el Doctor de la Iglesia, patrón del clero español y apóstol en Extremadura, San Juan de Ávila. En él renovamos cada año el deseo de encauzar nuestra vida sacerdotal por caminos de santidad.

La Palabra de Dios nos ha hecho mirar hacia nuestra vida con dos preguntas muy oportunas para estos tiempos en los que nos ha tocado vivir nuestro sacerdocio. La primera es si por nuestra parte hacemos todo lo que está en nuestra mano para que la gente “sólo” vea en nosotros servidores de Cristo y administradores de los misterios de Dios. Y como consecuencia de esta, una segunda pregunta nos lleva a plantearnos si nuestra vida sacerdotal ha transcurrido como un discipulado permanente, que se ha alimentado de la presencia del Señor junto a nosotros y nos ha convertido en itinerantes misioneros del Evangelio. El Evangelio, en efecto, no ha invitado a decir con Teresa, a la que hoy estamos evocando: “Es tiempo de salir, de caminar”.

Estas dos preguntas, aunque al responderlas nos sitúen en nuestra fragilidad, siempre son un estímulo para reconocernos como realmente somos: servidores del Señor, pero también servidores siempre en camino hacia nuestros hermanos. La misión que tenemos encomendada impide toda instalación en nosotros mismos. La fidelidad consiste en dejar que sea Jesucristo y sea la misión que Jesucristo nos encomienda en su Iglesia quien conforme nuestra vida. Los misterios de Dios que administramos, aunque pasan por nosotros, tienen un destino al que necesariamente han de llegar: el corazón de los seres humanos, en concreto el de aquellos que nos han sido encomendados. Pero, para que ese itinerario sea completo, han de pasar primero por nuestra vida. Es verdad que nosotros no le damos ni un solo gramo de eficacia a los misterios, pero nuestro testimonio facilita el tránsito hacia la vida de aquellos a los que servimos.

En la memoria de San Juan de Ávila, reformador del ministerio sacerdotal, os animo de todo corazón, y me animo también a mí mismo, a ser ejemplares. De un modo especial os lo pido para que se cumpla entre nosotros lo que no hace mucho decía el Papa Francisco: “No hay crisis de vocaciones cuando se da un buen ejemplo”. Pongamos nuestra vida al descubierto, para que nuestra ejemplaridad sea una llamada a las vocaciones sacerdotales. Nuestra Diócesis, como sabéis muy bien, las necesita en este momento para poder garantizar un futuro de servicio estable al Pueblo de Dios. Sintámonos todos responsables de la animación vocacional, especialmente siendo testigos del valor del sacerdocio.

Es verdad que nuestros tiempos no son fáciles para nadie y tampoco para nosotros los sacerdotes, al contrario, son recios, tan recios que muchas veces nos hacen tambalearnos, ponen en peligro nuestra estabilidad. Esto nos puede suceder, sobre todo, cuando “coqueteamos con la mundanidad”. Si consentimos ese coqueteo, podemos perder el eje de nuestra vida, su centro unificador.

Pues bien, cuando el miedo, la duda o el desencanto arrecien, busquemos la fortaleza en el Señor. “En tiempos recios, amigos fuertes de Dios”, como dice la lúcida recomendación de Teresa. Poniéndonos de ejemplo su propia vida, en una reflexión inteligente y santa, nos cuenta cómo llegó a hacer suya esta recomendación: «Pues ya andaba mi alma cansada y, aunque quería, no le dejaban descansar las ruines costumbres que tenía. Acaecióme que, entrando un día en el oratorio, vi una imagen que habían traído allá, a guardar, que se había buscado para una cierta fiesta que se hacía en casa. Era de Cristo muy llagado y tan devota que, en mirándola, toda me turbó de verle tal; porque representaba bien lo que pasó por nosotros. Fue tanto lo que sentí de lo mal que había agradecido aquellas llagas, que el corazón me parece se me partía, y arrojéme cabe El con grandísimo derramamiento de lágrimas, suplicándole me fortaleciese ya de una vez para no ofenderle» (Vida 9, 1).

Dos convicciones me parece que hemos de sacar para nuestra vida sacerdotal en esta experiencia de Teresa: la primera es la aceptación humilde de la fragilidad de la condición humana y la segunda, evidentemente, es la de la honestidad espiritual de los santos, que viéndose débiles y precarios, buscan la fuerza sólo donde realmente se puede hallar. Es así como se asienta en nuestra alma la fidelidad, esa que hoy estamos evocando con motivo de las bodas de oro y plata de estos hermanos nuestros: Sebastián y Francisco, Manolo, Estanislao, Francisco y Evergisto. Los seis son testigos de que la suya no es la fidelidad de los perfectos, pero sí podemos ver en ellos que lo frágil se ha ido haciendo fuerte sólo en la medida que el encuentro con el Señor los ha fortalecido.

Si hoy podemos celebrar con estos hermanos ejemplares su fidelidad al Señor en el sacerdocio es porque en el camino ministerial de todos ellos han buscado la fortaleza de su vida en la de Cristo. Han llegado hasta donde están ahora, hasta este momento de su vida en fidelidad, porque han convertido el ejercicio del ministerio en fuente de santificación. Sólo una vida unificada en Cristo puede llegar a ser fiel. Encontrar a Jesucristo en todo lo que hacemos ministerialmente, tanto en la intimidad como en la relación pastoral, es apuntalar la vida en su verdadera fortaleza. Sólo Cristo le da consistencia, fecundidad y continuidad a todo lo que vamos haciendo en el transcurrir de nuestros días a lo largo de los años que el Señor nos va concediendo.

Por vuestra fidelidad, de la que os felicitamos y nos felicitamos, le pedimos al Señor consistencia y fortaleza para nuestro presbiterio diocesano. Lo hacemos por la intercesión de San Juan de Ávila, de San Pedro de Alcántara y de Santa Teresa y de San Juan de la Cruz. La alianza y fraternidad de estos cuatro santos que aquel siglo complejo y fecundo ha de ser también para nosotros un acicate para sentir y vivir la fraternidad sacerdotal. ¡Qué bueno y necesario es que en un presbiterio la única alianza posible sea la de la fraternidad en Cristo! Pidámosle al Señor que nos haga hermanos, verdaderamente hermanos, en él.

Porque no lo olvidéis, queridos hermanos sacerdotes, la Iglesia nos contempla con predilección, nos mira con un afecto especial en el Señor. Por eso no podemos defraudar las expectativas que hoy el pueblo de Dios pone en nosotros. Cuando digo esto no hablo de memoria. Es verdad, en el cielo y en la tierra nos quieren santos, nos quieren fieles, nos quieren amigos fuertes de Dios, nos quieren servidores, verdaderamente servidores de nuestros hermanos. Como ejemplo de lo que os digo, hace unos días los obispos conocíamos una carta del Papa Francisco, dirigida al Señor Obispo de Ávila. En ella invitaba a los Carmelos a que preguntaran a Teresa qué consejos les da hoy. ¿Qué consejos nos das tú, Teresa, hoy?

Al referirse a nosotros, el Papa dice: ¿Y sobre los sacerdotes? Santa Teresa diría abiertamente: no los olviden en su oración. Sabemos bien que para ella fueron apoyo, luz y guía. Consciente como era de la importancia de la predicación para la fe de las gentes más sencillas, valoraba a los presbíteros y, «si veía a alguno predicar con espíritu y bien, un amor particular le cobraba» (Vida 8,12). Pero, sobre todo, la Santa oraba por ellos y pedía a sus monjas que estuvieran «todas ocupadas en oración por los que son defensores de la Iglesia y los predicadores y letrados que la defienden» (Camino 1,2). Qué hermoso sería que la imitáramos rezando infatigablemente por los ministros del Evangelio, para que no se apague en ellos el entusiasmo ni el fuego del amor divino y se entreguen del todo a Cristo y a su Iglesia, de modo que sean para los demás brújula, bálsamo, acicate y consuelo, como lo fueron para ella. Que la plegaria y la cercanía de los Carmelos acompañen siempre a los sacerdotes en el ejercicio del ministerio pastoral.

Con gratitud a todos los que rezan por nosotros y en especial a los Carmelos, celebramos ahora la acción de gracias eucarística, pero no sin antes mostrarle con especial ternura nuestro agradecimiento a la que cada día ruega por nosotros como Madre Sacerdotal, la Santísima Virgen.

+ Amadeo Rodríguez Magro
Obispo de Plasencia